Ardía la noche en el parque
donde el médico fijó su mirada
y sacó de la mano a bailar
a la temida tigresa de Bengala,
la de la piel llamativa y tentadora,
la de la mirada dura e infinita,
labios rígidos, oasis de locuras
y en sí misma, su herida.
Ensimismado se encuentra el médico
con el dolor pasado en el brazo,
recuerdo de aventuras anteriores
de zarpazos de tigres siberianos.
"Un, dos, tres", canta él;
comienza a ceder la tigresa,
que sella en besos sus no pensar
llevando el miedo de bandera;
suena suave el violín de la noche,
la Luna actúa de estrella solista
ulula pausado el viento en verso,
los dos bajo la misma chispa,
bajo la mirada eterna sin palabras,
bajo el minuto incesante de otro beso,
las manos frías entrecruzadas
y el posterior reconocimiento de los cuerpos.
De nuevo, el médico acerca la mano
le demuestra que se quiere curar,
que nada ha de ser como antes
que lo suyo se puede conjugar;
y ella le mira como a un loco de novela,
dudando de si tiene razón o falló,
piensa en si atreverse o huir,
piensa en si besarle o no,
cuando el reloj les golpea a ambos
y el sombrero negro de su noche
da paso a los momentos finales
de los amantes y sus roces,
y el tigre de Bengala
con sus garras y su primer zarpazo
vuelve a la jaula del temor
y espera con incertidumbre otro paso,
mientras el obnubilado médico
paralizado ve marchar su tintineo,
busca las palabras necesarias
para volver a sentir su pestañeo;
al final, beso y esperar otra huida,
con la duda del dónde quedará,
si habrá historia o cobardía,
o si al final, el médico la curará.
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