lunes, 21 de mayo de 2018

Las tres de la tarde

Coco caminaba por el césped, acercándose a las copas de los árboles y a las ramas caídas a dejar su impronta de perro macho. Él marca territorio meando entre las plantas mientras que algunos bípedos lo hacen marcando músculos y mezclando expresiones rosas con pronombres posesivos llenos de testosterona. Iba a comenzar a darle vueltas al asunto pero me dejé llevar por esa extraña alternancia con la que a veces suelen conectar varias ideas. Qué fuerte lo de los loros en la Alameda, pensé mirando hacia arriba, como son verdes se camuflan mucho mejor que las palomas y ni los depredadores van a por ellos ni las presas perciben su presencia. Cómo lo supo ver Darwin.

Más que caminar, me dejaba llevar por el impulso de Coco. La verdad es que la prisa no era el ritmo que se desprendía de mis zapatillas. El sol de mayo era más que agradable y el juego de sombras que se forma en la Alameda en mitad de la ciudad invita al 'silbeo' más que a cualquier tipo de traslado. Al fin y al cabo, sobre el asfalto caían las tres de la tarde. Una hora curiosa, pensé, eso sí, volví a reflexionar, las tres de la tarde en España, porque las horas tienen un valor diferente en cada país. Mi padre me ha contado más de una vez que de joven en Venezuela se levantaban a diario a las cinco de la mañana, pero se acostaban a las ocho de la tarde. ¿Y qué es eso de los británicos de cenar a las seis?

Pero volviendo al caso español y a la hora que marcaba como curiosa, a las tres de la tarde, igual que mucha gente, yo terminaba mi jornada laboral unos días, -aquel día, por ejemplo- mientras que otras semanas, las tres de la tarde era la hora de inicio. Quizás podríamos plantearnos las tres de la tarde como el verdadero mediodía en España, el punto de equilibrio exacto a lo largo de la jornada. Sin embargo, volví a plantearme, hasta hace no mucho y en más de una ocasión todavía, las tres de la tarde era significado de vacío. No pasaba nada a esa hora. No podías llamar a alguien a las tres, aunque hubiera comido a las dos. Las tres de la tarde es la pasividad de los 40 grados del verano golpeando el reloj, la congelación del tiempo, el punto cero.

Y fue en ese debatir alocado en mi cabeza cuando la vi pasar. Quién sabe si estaba escuchando mi teoría de las tres de la tarde como el punto de vacío, pero a su andar, todo se detuvo. De mis absurdas ideas pasé a acordarme de lo que ella había sido para mí. Caeré en los estereotipos pero estoy seguro que los cumplía todos. De niños anduvimos agarrados de la mano en la guardería. Nos volvimos a encontrar con 12 años con la vergüenza y la pubertad en pleno apogeo. Volveríamos a acercarnos, por esa mezcla entre la casuística y la causística en segundo de bachiller. A los 17 son las dos de la tarde, la hora antes de que todo cambie.

Caí rendido bajo el hechizo de su rutina. Sus 17 años eran la alargada sombra de la perfección. Siempre sonreía. Hablaba con el tono más dulce que jamás se podía imaginar, excepto cuando se indignaba con algo; en ese momento marcaba los tiempos de forma más brusca, directa, tajante. Eso sí, sin levantar la voz. Sus trazos estaban pulidos por los cánones clásicos, griegos y romanos habrían dado lo que fuera por recorrer su cuello con los dedos. Yo, en aquellos momentos, también. Le escribía poemas adolescentes, de esos que adolecen de métrica, ritmo y hasta sentido, pero ella siempre sonreía al leerlos. Nunca supe si sabía que eran para ella, si era la musa de mis noches en vela o si se pensaba que aquellas líneas hablaban de alguien imaginario.

La vi de lado, como estaba acostumbrado a verla en clase. Hablaba por teléfono como solía hablar con su compañera de pupitre cuando no sabía muy bien cómo resolver un ejercicio de la pizarra. Su pelo liso describía las curvas del aire abrazándola. Por un momento dudé si era ella. A estas horas en las que no pasa nada, ¿cómo puede ser que nos crucemos? Las tres de la tarde no es una hora para reencuentros, no es la hora de las grandes conversaciones, ni la de derretirse por sus sonrisas pasadas. Todos imaginamos los grandes momentos en una situación idílica. Puede ser de noche, con una luna llena y el cielo estrellado; o en un atardecer naranja con los pájaros buscando el refugio de un nuevo día. También puede llover, no chispear, no, llover, de esa forma en la que solo llueve hacia abajo y pese a empaparlo todo, permite un respiro para colarse debajo de un paraguas y decir las palabras que nunca habrías podido decir bajo un sol aplastante a las tres de la tarde.

No, al mediodía, a plena luz del sol nadie se pone romántico ni épico. Porque así nos lo han enseñado. Los mejores besos se dan en situaciones de noche o lluvia, no bajo la claridad del día. La claridad del día no queda bien en las historias, ni en los fotogramas, ni en las portadas de los libros. La claridad del día es para que los chiquillos jueguen, no para que los adultos se muestren como héroes. La claridad del día nos muestra como somos; la noche y la lluvia como nos gustaría ser, aunque solo por momentos. Por eso, en ese momento en el que demostramos que somos menos valientes, menos épicos y menos románticos de lo que nos han enseñado no pueden pasar grandes cosas. 

Así que ahí me veis. La seguí unos metros para comprobar si realmente era aquella media sonrisa la misma que había marcado mi paso de los 17 a los 18. Me sacaba una distancia prudencial, unos cinco o seis segundos andando. Tuve que correr cuando atravesó el primero de los dos cruces que conforma el paseo de la Alameda. Creí que no lograría desvelar el misterio de si era ella o si simplemente era el recuerdo el que me había jugado una mala pasada. Conseguí ponerme a unos cuatro metros de ella. Porque sí, era ella. Definitivamente esos labios finos con los que tantas veces me había quedado hipnotizado eran los suyos.

Seguía con el teléfono móvil pegado a la oreja. ¡Malditos cachivaches tecnológicos!, pensé, más que conectar personas, las separan. Cruzó el segundo paso e inmediatamente después, Coco y yo le seguimos. Cuando confirmé que sí, que era ella, y que le tenía que decir algo, su nombre salió de boca. Le llamé dos veces. Un hombre que pasaba me miró extrañado. Ella ni se inmutó. Continuó caminando y yo me quedé parado. De mí salió la misma cara de idiota que tenía con 17 años, esa edad en la que todo terminaba, todo empezaba y sin embargo, entre nosotros dos, no pasaba nada. ¿Alguien podía esperar un acontecimiento diferente a las tres de la tarde? No, no pasó nada, el pasado pasó de largo, las tres de la tarde no es tiempo de empezar ni acabar nada.

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